Son las 6 de la mañana. El despertador suena puntual, como siempre. Tengo que levantarme, ducharme y desayunar antes de tomarle el pulso a la meteorología del día. Un paseo con mi perro por el parque me ayuda a poner en orden las tareas que tengo por delante y a prepararme mentalmente para afrontar una dura jornada de trabajo…, una más.
Al subir, preparo mis cosas, cojo las llaves del coche y voy para mi oficina. De camino dejo a mis hijos en el colegio y les animo a trabajar duro para alcanzar sus sueños.
Ya son las 8 de la mañana. Después de tomar un café para despejar mi cabeza, consulto en mi agenda la primera tarea de mi jornada. Representa el pistoletazo de salida de una carrera sin sentido en lo que se supone que será un frenético día…, uno más.
Llamadas telefónicas, informes, reuniones, cuentas de explotación, números y más números, son parte del “tengo que hacer” que presiona mi mente desde que suena el despertador, y algunas veces, incluso antes de que anuncie la hora de ponerse en pie.
El día avanza, y con el día, mi vida.
De repente, una pregunta me asalta… “pero, ¿realmente esto es lo que quiero hacer?”. La respuesta es inmediata, “¡no!, pero es lo que tengo que hacer”. Mis jefes, mis compañeros e incluso mi familia es lo que esperan que yo haga… o por lo menos eso es lo que yo creo que es lo que se espera de mí.
La pregunta vuelve una y otra vez. No se qué es lo que está ocurriendo hoy, pero ha acabado por instalarse en mi cerebro y no deja de torpedearme. Así no puedo seguir. No logro concentrarme y estoy empezando a agobiarme. Dejo a medias un mail que estaba escribiendo y, sin ni siquiera apagar mi ordenador, me levanto y salgo a toda velocidad en dirección a la puerta que conduce a la calle. Necesito aire, necesito un respiro para evitar que la maldita pregunta acabe por ahogarme.
Ya en el exterior, respiro profundamente e inicio un diálogo conmigo mismo… (está claro, me estoy volviendo loco). “Qué tonterías estás pensando, a qué viene ahora esta estupidez, con todo lo que tengo que hacer y aquí estoy, en la calle, sin hacer nada…”. Doy una vuelta a la manzana, primero con paso firme; pasados unos minutos, con el paso más sosegado. Siento una sombra dentro de mi cabeza que ofusca mi realidad. Aunque quizás, la sombra sea yo, que no reconozco lo que me está ocurriendo,… desde hace mucho tiempo.
Probablemente, mi mundo inteligible, donde impera la razón, hace tiempo que devoró a un mundo sensible en el que anidaban mis sueños, convirtiéndome en prisionero de mis obligaciones y de mis falsas creencias. Pero la sociedad en la que habito (o mal habito) es lo que espera de mi, una persona capaz y responsable que cumple con sus deberes, sacrificándose y renunciando a sus sueños por los demás.
De pronto, un recuerdo hace que me vea a mi mismo, hace veinte años, diciendo todo aquello que iba a hacer en mi vida, imaginándome disfrutando de una existencia plena, divertida y gratificante. ¿Dónde quedaron esas ilusiones? Pienso en mis hijos, a los que cada día dejo en la puerta del colegio y les instruyo en el camino de la verdad por la vía del sacrificio… ¡qué imbécil! La vida se vive, no se tira a la basura.
A veces pienso que hago todo esto para que mis hijos, mi familia se sientan orgullosos de mí. Nada más lejos de la realidad. Poco a poco, mientras rodeo la manzana de mi oficina, voy dándome cuenta que la gente que te quiere se siente orgullosa de ti cuando haces aquello que te hace feliz, aquello que te libera de tus cadenas.
Entonces, ¿quién nos encadena?, ¿quién nos obliga a vivir atado a unas obligaciones que pulverizan nuestra vida en mil pedazos?, ¿quién produce las sombras que nos controlan? Formamos parte de la sociedad del estrés, una caverna en la que habitamos programados para levantarnos, trabajar y consumir. Una falsa apariencia de libertad valida un entorno hostil que fagocita a quienes se oponen al pensamiento grupal y a quienes aspiran a vivir libres. Las consecuencias son terribles: infelicidad, angustia, ansiedad o depresión, implacables virus que infectan cada vez a más rehenes de su presente.
Son las 12 del mediodía. Llevo más de una hora en la calle. El ruido interior va mitigándose. El anhelo de alcanzar aquellas fantasías de juventud y la esperanza de que todavía estoy a tiempo de lograrlo van tomando fuerza en mi cabeza. Simultáneamente, una sensación de paz me invade. Paseo relajado, una sonrisa ilumina mi cara y, aunque no puedo ver mi rostro, imagino que mis ojos están recuperando el brillo de antaño. He dejado de ver todo lo que ocurre a mi alrededor para visualizar lo que podría estar ocurriendo si yo quisiera que ocurriera. Nada ha sido más real en los últimos años como este momento imaginario. Las sombras van transformándose en luz e ilusión. Tengo la sensación de haber salido de las profundidades de la tierra.
Regreso a la oficina. Al llegar a la puerta, me detengo unos segundos. Miro la puerta e imagino mi soporífero espacio de trabajo, y a todos mis compañeros trabajando en una penumbra que anula sus verdaderas ilusiones. Me gustaría entrar y animar a todos a romper sus cadenas y salir de su caverna, pero probablemente pensarían que he perdido la razón y que me he vuelto loco.
Doy media vuelta y me voy. Estoy dispuesto a renunciar a todo aquello que me aleja de mis sueños. El “tengo que hacer” ha sido sustituido por un motivador “quiero hacer”. Un deseo irrefrenable de cambiar mi oscura vida resuena en mi interior. Quiero hacerlo, voy a hacerlo. Mi intención ya no encuentra freno… Soy libre, ¡¡¡soy libre!!!
Rafa Iñigo dice
Muy bonito Javi, pero que difícil de hacer. La rutina te engloba y puede contigo , consigues ser libre por un tiempo luego vuelves a la realidad y la vida sigue. Es la dinámica que nos marca esta sociedad.
Un abrazo nos vemos pronto.
Luis Nava dice
Es Fantástico, es un sentimiento que nos puede tocar a la mayoría, es una de las mejores crisis existenciales, ¿por qué?, porque nos hace despertar y volver al camino que nos habíamos planteado. Y pensar que realmente podemos alcanzar nuestras metas y sueños.
Muchas veces un pensamiento de estos no nos hace regresar a nuestro camino, si no una reflexión de alguien más y saber que le ha pasado lo mismo o lo está viviendo.
Miguel Ángel Marco dice
Hola Javier: voy a empezar pidiéndote un favor: no dejes de escribir. Tratas temas muy humanos, muy cercanos a la realidad cotidiana y con un enfoque positivo. Para hacer fácil lo que no lo es cuentas con lucidez para ver lo que nos pasa día a día; con brillantez para expresarlo; con generosidad para compartir; con ilusión y optimismo para emocionar… Sal de la caverna me ha recordado a Platón, Matrix, Lennon, Chaplin … con mensajes claros para que salgamos del confort y comodidad de una vida demasiado condicionada por expectativas ajenas; para que nos liberemos y zafemos del pensamiento único … que sepamos ver la realidad de las cosas con cierto distanciamiento, sabiendo rebajar las expectativas agobiantes, reduciendo objetivos poco realistas y asfixiantes, liberándonos de la espiral de tensión que nos impide disfrutar de lo que hacemos … y controlando la mente porque somos lo que pensamos y hay que tenerla como aliada y no como una tirana que nos esclaviza. Un fuerte abrazo.